Josefina Licitra: “El proceso que me devolvió a la escritura fue lento”

El nuevo libro de la periodista y guionista Josefina Licitra comienza con una ruptura. O dos. Por un lado, la autora se rompió un pie. Y por el otro, el vínculo con su padre se quebró luego de que ella publicara un artículo en el que narraba las dificultades de esa relación atravesada por el exilio del hombre a fines de la década del 70. Por eso, Crac (Seix Barral) tiene un título inmejorable.
Josefina Licitra. Foto: Luciano Thieberger.
Licitra publicó antes los libros Los imprudentes. Historias de la adolescencia gay lésbica en Argentina (Tusquets); Los otros. Una historia del conurbano bonaerense; El agua mala. Crónicas de Epecuén y las casas hundidas; Vámonos. La maravillosa vida breve de Marcos Abraham y 38 Estrellas. La mayor fuga de una cárcel de mujeres de la historia (Seix Barral).
Sus crónicas integran varias antologías del género. Una de ellas, “Pollita en Fuga”, recibió el premio a mejor texto de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, presidida entonces por Gabriel García Márquez. Editó durante años la revista Orsai y ahora trabaja como guionista y asesora audiovisual para eludir el bloqueo al que la empujó el silencio paterno.
–Es difícil hacer esta entrevista sin transformar esto en la imitación de una sesión de terapia. ¿Cómo construiste la idea de “verdad” en ese dispositivo que es el libro?
–La sensación que tenés, al sentir que toda pregunta sobre el libro termina desembocando en una pregunta impúdica sobre mi mundo familiar, la tengo yo también cuando doy mis explicaciones. Es inevitable, por otro lado, ya que publiqué un libro que habla de más de una cosa —el nacimiento de una vocación, la relación de un escritor con su producción literaria, la posibilidad de trabajar sobre otra narrativa en torno a los setentas—, pero que a su vez necesita de un elemento vector y una trama central para que todos esos planos emerjan. Y ese elemento es la crisis con mi padre, contada dentro de una estructura temporal de siete días. Esa, creo, es la principal estrategia narrativa: tomar parte de mi mundo familiar y transformarlo en un caballo de Troya que contrabandea otros temas que también me interesa desarrollar. Luego, en lo que refiere a licencias, me tomé las que permite la no ficción en su variante de "crónica del yo": uso herramientas propias de la literatura (cuidado sobre la estructura narrativa, tratamiento de las fuentes dentro de un marco de "personaje"), pero lo hago sin inventar. Todo lo que pasa en el libro ocurrió.
–Crac es un territorio en el que se enlazan otros textos. Con las cartas de tu padre, armás una edición. ¿De qué manera retrataste el vínculo que construía aquella correspondencia y su transformación?
–Pensé mucho en cómo trabajar esas cartas, porque son muchas y no tienen zonas de planicie (todo lo que hay ahí es interesante y publicable), pero a la vez necesitaban una edición porque no podían publicarse todas de un modo completo: hacer una transcripción completa era, entre otras cosas, anticlimático. Entonces las separé por períodos: infancia, pubertad, adolescencia, juventud. Luego tomé los elementos más imperdibles de cada una de esas franjas y los uní en un mismo texto: un procedimiento que fue transparentado dentro del libro, ya que explico cómo trabajo sobre ese material y aclaro que armé, con todas esas cartas, un cadáver exquisito que recorre toda la estructura.
Josefina Licitra. Foto: Luciano Thieberger.
–La voz de ese padre, el de las cartas, pasa de un trato amoroso hacia su hija pequeña a otro tipo de discurso, más dogmático, según la nena crece. ¿De qué manera esa voz cristaliza lo que pasa entre ellos a nivel emocional y cómo construiste esa evolución?
–Creo que esa evolución que hay en las cartas no está tan vinculada con los cambios de mi padre en términos de dogmatismo —mi sensación es que él siempre fue, ideológicamente, el mismo—, sino más bien con la condición del lazo padre-hija que va mutando a medida que el tiempo hace su trabajo. Supongo que eso pasa en muchas relaciones paterno filiales. Hay un momento de idilio, de puro futuro, de suponer que tu hijo va a estar hecho a semejanza de tu imaginario. Hay otro momento en el que el hijo empieza a querer decodificar el mundo con herramientas propias, aún cuando todavía necesita el cobijo de sus padres. Hay un tercer momento de autosuficiencia ingenua, propio de la adolescencia, que genera algo de irritación en los adultos. Y hay una juventud donde se ensaya el diálogo de adultos que ese padre y esa hija tendrán de ahí en adelante. Esas etapas vitales son las que intenté reflejar en las cartas. No quería mostrar la rotura de un vínculo, sino el modo en que la relación padre-hija va mutando y renovándose a lo largo del tiempo.
–Tus artículos desatan el enojo de ese padre, ¿por qué en lugar de una traducción hay una reelaboración del portugués al castellano y cómo se produjo ese cambio entre las versiones?
–Cada una de esas decisiones está vinculada con el contexto de publicación. El primer artículo fue escrito y publicado de modo "espontáneo", esto es: no lo escribí en respuesta a ningún episodio agudo, sino como forma de contar un estado de cosas que me estaba haciendo daño. Mi padre no me hablaba y yo no entendía por qué. Ese texto oficializó el problema que había en nuestro vínculo e hizo que parte de la familia dejara de hablarme porque yo había expuesto nuestros problemas. El segundo texto, años después, sí se dio en respuesta a algo concreto. Cuando llegó la pandemia intenté acercarme a mi padre y le escribí un mail, y recibí una respuesta muy dura de su parte. Una respuesta que me aniquiló y que incluía una sanción muy fuerte sobre mi escritura, con un detalle central: no estaba del todo claro que él y mi familia hubieran leído el texto en portugués, ya que la revista Piauí no tiene todo el material disponible en la web. Es decir que yo estaba siendo cancelada sin siquiera haber sido leída de un modo cabal. Ahí, entonces, republiqué el texto en español y en Orsai, una revista que tiene todo el contenido libre en la web. Fue una forma de decir "si no van a hablarme más, al menos sepan qué dije". Como había información nueva, necesité actualizar el texto original y es por eso que la versión en español tiene elementos distintos.
Josefina Licitra. Foto: Luciano Thieberger.
–La lectura de los dos artículos y la lectura del libro revela un silencio: hay algo que los textos periodísticos ponen en palabras, que el libro muestra, pero no nombra. ¿Por qué elegiste ese recurso de silenciar ese elemento?
–No es un recurso, pero sí hubo una elección ideológica respecto al texto. Sentí que meter una línea de conflicto político partidaria —hablar de la grieta en la familia— era poner un distractor. Cualquier problema vincular que se articule en torno a una grieta política está adoptando un disfraz. La grieta suma un barniz de profundidad ideológica —por contradictorio que suene—, que los problemas familiares, a mi gusto, no tienen, porque el dolor familiar se mueve por otro andarivel mucho menos coyuntural. Necesitaba que esa crisis de la intimidad quedara expuesta sin narrativas que la eclipsaran.
–La madre y la hermana de ese padre acompañan sus reacciones: si él cancela a su hija, ellas también dejan de hablarle más allá de que cada una de ellas tenga una relación propia con esa chica. ¿De qué manera pensás que opera el exilio del padre en ese alineamiento automático de su familia en Buenos Aires cuando decide cortar el lazo con su hija?
–No soy original con esto, pero ahí voy: siento que los exiliados y los muertos de los setentas se transformaron en un canon. Y nadie interroga ni cuestiona a una figura canónica. Menos aún si la relación con dicha persona está mediada por el afecto y el peso del linaje y la sangre. Lo que sí me resulta sorprendente es que, ante un escenario de fractura familiar, el campo de sentido que propone el exilio sea más poderoso que el que propone el amor entre un padre y una hija. El exilio es un ancho de espadas, parece que mata todo.
–Esa tía que sobrevuela con su bondad es un personaje muy interesante y misterioso. ¿Hay una conexión entre tu interés por la danza en este momento de la vida y la carrera de bailarina profesional de tu tía?
–Mi tía es un misterio y una revelación a la vez. Es uno de esos arquetipos enterrados por la narrativa de los setentas. En esa época, mientras mi padre se jugaba el pellejo, mi tía hacía algo que también suponía una entrega total: se levantaba todos los días a las cinco de la mañana, viajaba de La Plata a Buenos Aires y estudiaba en el Teatro Colón en paralelo a la conclusión de sus estudios secundarios. En mi familia se habló poco de ese esfuerzo. Incluso yo lo tuve invisibilizado hasta el momento de escritura del libro. Sí recuerdo haber ido toda la infancia a verla bailar en el Colón. Me fascinaba la plasticidad y la elegancia de su cuerpo. Nunca pensé si viene de ahí mi gusto por la danza, pero es casi seguro que sí. Tanto por mi tía bailarina clásica como por otra tía que tengo y que se dedicó toda la vida a la danza contemporánea. Ambas dejaron una huella que yo retomé desde un lugar de gran necesidad: nací con una malformación congénita que me dio muchas inseguridades de niña. Y mi manera de compensarlas fue apostando a la cabeza —me refiero al pensamiento— y al dominio del cuerpo que me daban el deporte y la danza.
Josefina Licitra. Foto: Luciano Thieberger.
–¿Cómo fuiste procesando ese bloqueo espantoso sobre la escritura y qué pasó en ese sentido cuando terminaste el libro?
–Fue un bloqueo muy angustiante. Durante por lo menos cinco años no hubo día en el que no pensara "no estoy escribiendo". Fue un horror. Todavía celebro que eso haya terminado. El proceso que me devolvió a la escritura fue lento y, diría, multidisciplinario. Terapia, psiquiatra, afectos, danza, lectura, cannabis, paseo al perro, música, amor de pareja, de hijo, de madre, de amigos y amigas. Me agarré de todo lo que pude y funcionó. Desde entonces siento un alivio todavía inconmensurable. Como si se me hubiera desocupado la mitad del disco rígido mental.
–La última: el relato de tintes heroicos sobre los exiliados y desaparecidos empuja a una zona menos lustrosa a quienes se quedaron en el país y no murieron. ¿Por qué sentiste en tanto narradora la necesidad de iluminar esas vidas, a través de la figura de tu madre?
–Doy una respuesta tautológica: quise iluminar esa zona porque estaba a oscuras. Porque el héroe anónimo es el personaje que uno siempre quiere levantar en andas. Y si mi madre es uno de esos héroes, dado que además es la persona que se cargó al hombro mi crianza, una auténtica persona que se hizo a sí misma, no se me ocurre dejarla fuera del relato. Ella merece un pedestal.
Clarin